El colegio se ve vacío en el crepúsculo.
los alumnos y pizarrones subrayados con tiza blanca.
Los pupitres escritos en su madera,
con rayones de manos pequeñas y temblorosas.
Con miedos se alejan los alumnos,
después de haber destrozado sus asientos.
¡Ojos congelados ante semejante ocurrencia!
¡Centellantes sus párpados ante la osadía de aquella tarde!
Los directivos presentes delante de las filas
y la penitencia de quedarse parados durante el recreo.
Celadores de fierro con cara adusta.
La jefa de celadores azorada no lo cree.
Sus tetas afloradas entre su escote y sus bigotes
colgando de la cara como un gato.
Grita despavorida la bruja ante la insolencia
que los alumnos cometieron en el aula
Cuando el patio vuelve a la normalidad,
los alumnos desaparecen hacia los salones
y nosotros ahora parados junto al banco
estamos temblequeando boquiabiertos.
Asonada cruel de aquel mayo eterno
que no cejaba en su intento de desbordarnos.
Al fin, la salvación, las manos de mi padre
y mi oreja en un infeliz nocturno de Beethoven,
con la sinfonía insertada en mis oido,
descubre su mano tosca, dura y firme
para lanzarme una sonata cuneiforme
en el medio de mi cabeza arrinconada.
¿Salvación dije?, prefería los bigotes de la jefa,
moviéndose ronroneante como un gatito,
al lado del gruñido sofocante de mi padre
que como un buldog aflojaba su cinto entre sus manos.
¡Ay, que dolor!, mi cola ardiente
con las longas en las nalgas marcaditas.
Al final, como si fuera una aparición, mi madre,
como una santa besaba mi rostro tan inocente
después de este amargo y trágico infortunio,
sus caricias eran un consuelo, un aliciente
que llegaba en el momento más oportuno como siempre…
Una anécdota de mi infancia perimida
que se laza a mis recuerdos complaciente.
CARLOS A. BADARACCO
2/10/11
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