miércoles, 3 de agosto de 2011

MI BARRIO DE GUARDIA VIEJA de CARLOS A. BADARACCO







Desde el cordón de la vereda veía pasar a la gente,
algunos meditabundos otros muy animosos.
Veía también a los taciturnos sufriendo penas perdidas,
pensando en las despedidas de tiempos lejanos ya muertos.
Veía también a los menesterosos con la mano extendida en la niebla
pues nadie podía verlos estaban tan distraídos;
quién sabe quién le quitó la moneda al cieguito de la esquina vieja
la misma que nos reunía a la barra de Guardia Vieja.
Estaba también la doña barriendo la vereda ajena
tirando los desperdicios sin que nadie advirtiera su fraude.
A las trece veía a una niña vestida con guardapolvo
me miraba y yo como absorto le sonreía solamente un poco.
Los sueños que despertaba la rubia de la vereda de enfrente
con su cuerpo tan agraciado, vestida de flores rojas;
siempre salía sola, con su cartera en el brazo izquierdo
era una gran señora con cutis de porcelana.
Veía también a Toro, el gato de doña Tita
¡qué gato tan paseandero, roñoso como unos pocos!.
De repente aparecía el Oso, el perro de la otra cuadra
siempre lo corría a Toro y nunca lo alcanzaba.
A las quince pasaba Don Tato el zapatero de la calle vieja
estaba tan encorvado que los zapatos le hacían señas;
pobre Don Tato la vejez lo tenía loco
los dolores eran fuertes caminaba muy lento el viejo.
El cura de la Iglesia se paseaba todas las tardes
entregaba estampitas rotas a los niños de la cuadra entera.
Caminaban de vez en cuando las monjas de las Carmelitas
eran como si se deslizaran sin poner los pies en la vereda,
tenían el ceño fruncido y la mirada fija en el suelo
ni una palabra cruzaban siquiera pa pedir permiso
eran como fantasmas que salían a respirar un poco.
Las viejas, las solteronas, las cuatro paseaban un rato el perro
las flores en la mano  izquierda viajaban al cementerio,
eran tan fieras las pobres que los pibes ni las miraban
qué pena me daba verlas tenían cara de buenas.
A veces como sin quererlo salía doña Juliana,
espiaba siempre a su hija que llegaba a las ocho y media,
la cuidaba como gato en celo de los muchachos de la esquina vieja
qué soplamoco le dio a uno cuando le dijo “Adios mi suegra”
la jeta se le hizo a un lao como queriendo besar de costao,
pobre el pebete ese que garrón se comió por sonso,
la vieja era chiflada tenía revueltas las pulgas.
El sillero pasaba a las quince, a la hora de las viejas solas
salían todas juntitas a comprar escobas y trapos
se la pasaban sacando el cuero, nadie se les escapaba.
Qué recuerdos tan macanudos tengo de mi niñez temprana
se van pasando los años y el barrio no cambia nada.

CARLOS A. BADARACCO
29/7/11

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