La lluvia nos mojaba en la neblina y el viento azotaba mis mejillas,
un látigo de fervientes ráfagas se extendía como repartiendo azotes.
Un sol comenzaba a nacer tímidamente entre las nubes, que reticentes se lanzaban
como gimiendo lamentos.
Las sombras corrían por el campo como un manto de fatuo fulgor y se iluminaban las flores silvestres,
todas ellas coloridas.
Amables sonidos de insectos agradecían clamorosos aquellos dulzores,
el néctar estaba presto para el suntuoso banquete mañanero.
La luz se hacía desde el occidente y brillaban los rocíos tempraneros.
Un manantial surgía como entre las sombras, dejando las corrientes de agua descubiertas,
como encendidas.
Éramos sólo tú y yo y la tarde aquella tan pesarosa en medio de las hojarascas doradas de un otoño lluvioso y tormentoso.
La luz del sol se abrazaba como en una hoguera y el frío se tornaba,
ahora más templado,
El arroyo aledaño a nuestra casa, se lanzaba con furia desde su cauce
arrastrando las piedrecillas que la montaña entregaba en su pendiente como amante.
Los croares se hacían más evidentes entre los troncos sesgados por el viento.
Advertí de improviso
un coro de gorjeos repentinos que nos donaba el cántico incesante de las aves
Y allí mismo, los montes se alumbraban piadosamente entre rumores
de un destello tenue de alborada
Los cánticos eran como sonatinas entre los bosques
y entonaban
alegremente las dulces armonías de la aurora
Pero las nubes de repente regresaban
para mojar tenuemente con su llovizna
los gentiles pétalos perfumados de los alelíes y azahares que nuestro campo nos entregaba gentilmente.
El día comenzaba con un aliento de vida mañanera
que envolvía de esperanzas y tiempos de alabanzas
las ilusiones que en la labranza los sembradores divisaban sobre el terreno.
CARLOS A. BADARACCO
7/10/11
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